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Al comenzar la lectura de “Tierra de los hombres” me he topado con esta afirmación: “La tierra nos enseña más sobre nosotros mismos que todos los libros. Porque ella se nos resiste.

El hombre se revela y se descubre a sí mismo cuando se mide con el obstáculo.“ (Saint-Exupéry, 2016)

¡Qué pocas palabras para dejar claro que lo que merece la pena cuesta esfuerzo personal y nos descubre a nosotros mismo el alcance de nuestras posibilidades! ¿Educamos a nuestros niños con esta idea? ¿Entendemos que esforzarse por alcanzar un objetivo es también un aprendizaje que hay que enseñar desde pequeños? ¿Somos conscientes de que evitar o dulcificar esa “resistencia” de la que nos habla Saint-Exupéry es hacer un flaco favor a nuestros alumnos? ¿Qué enseña más, un camino llano y sin obstáculos o alcanzar una cima con todas sus fatigas?

               En el día a día hay multitud de ocasiones en las que el niño ha de enfrentarse con la “tierra”, con la dificultad, con el reto, con el conflicto que supone la convivencia diaria con los semejantes. Muchas veces, con toda nuestra buena intención, allanamos el camino del aprendizaje de nuestros hijos sin darnos cuenta de que les estamos privando de estupendas enseñanzas que no están en los libros.

               Un aspecto concreto que hoy quiero compartir es la adaptación “buenista” tan de moda de los cuentos clásicos. Estos han sido desde siempre la forma de enseñar a los pequeños cómo es la vida, sus dificultades, la existencia del Bien y del Mal, la tentación y la fortaleza para vencerla. Los cuentos clásicos han enseñado a los niños a través de bellos relatos que en la vida hay que estar alerta porque el Mal acecha, que hay que vencer nuestros miedos, que hay que ayudar al indefenso, que hay que obedecer a los mayores, que hay que, en definitiva, hacer el bien. ¿Por qué privar a los niños de estas enseñanzas convirtiendo al Lobo en un ser amigable con el que compartir la tarta de la abuelita, a la Malvada Bruja en una encantadora viejecita que acaba jugando al corro con los protagonistas o al Ogro en un desgraciado que hace maldades porque nadie le comprende?

“Debemos procurar que el final del cuento deje al niño con una sensación de placer, de descanso. De esta manera, aseguraremos que algunas de las angustias con las que ha resonado han tenido una resolución simbólica y, en un escenario de fantasía, ha conseguido lo que necesitaba: vencer a las fuerzas del mal y conseguir algo bueno. Es una vivencia simbólica, pero necesaria y muy reconfortante.” (Martínez, Eva, 2023) En un curso sobre cuentos en Educación Infantil, me he encontrado con esta conclusión de una especialista en literatura para niños. Confieso mi grata sorpresa al leerlo y por ello lo comparto en este artículo. La gratificación de un niño al leer la versión de Caperucita Roja de los hermanos Grimm está, por una parte, en compartir esa lectura con el adulto y, segundo, en saber que el que comete la atrocidad de asaltar a una anciana y a una niña acaba sucumbiendo al justo cuchillo del cazador. De esta forma su sentido de la Justicia se va conformando sabiendo qué es el Bien y qué es el Mal.

Muchas han sido las generaciones de niños que al amor de la lumbre o en los brazos, tantas veces, de los más ancianos de la familia como portadores de la sabiduría popular, han disfrutado de un bello cuento lleno de enseñanzas para la vida. ¿Vamos a privarles nosotros a los niños de ahora de esa riqueza porque no les creamos capaces de enfrentarse a “algunas de las angustias”? Como dice Eva Martínez, el final del cuento que siempre acaban bien, compensa a los pequeños de los “sobresaltos” de la narración.

¡Leamos cuentos de siempre! La mejor manera de disfrutar aprendiendo.